- Sube un poco la pantalla, papá.
Solo veo tu barbilla – me reclamó Josefina.
Era la segunda vez que nos
comunicábamos por internet y yo recién estaba aprendiendo a manejar estas
nuevas tecnologías. Ella, por el contrario, se desenvolvía como pez en el agua
cuando de la red se trataba.
- Deja que me acomodo los lentes y la subo.
Mi hija se había mudado a otro
país hacía dos meses. Australia. Lejísimos del Perú pero extremadamente bello,
según me contaba mi Jose. La extrañaba, la extrañaba mucho. Es difícil para un
padre cuando un hijo se va porque quieres que sean felices pero eso no te quita
la sensación de que si no están contigo, no estarán bien. No sé hasta qué punto
eso sea cierto o falso.
- Bueno, papá, para hoy ¿no? –
elevó un poco la voz para sacarme de mis cavilaciones. Solté una carcajada ante
su repentina molestia – y encima te ríes… - agregó.
- Perdón, hija. A ver si esta
cosa funciona bien – tiré hacia arriba la pantalla de la laptop que ella me
regaló antes de irse - ¿me ves?
- Sí, papi. Bueno, me estabas
diciendo que tu jefe no quiso darte las dos semanas de vacaciones para que
vinieras.
Y yo continué con la historia. Le
conté que la visita que le haría este mes tendría que esperar un poco más. “Sí,
yo también me muero por estar allá, mi vida”, le repetí varias veces. Pero no
solo se debía al trabajo, el dinero tampoco me alcanzaba. A pesar de vivir solo
ahora que Jose no estaba, se habían presentado gastos en la casa y algunos con
mi salud que me habían obligado a posponer la visita a mi hija por algunos
meses más.
- ¿Qué es ese ruido? – La
interrumpí de pronto en medio de la anécdota sobre su primera vez en una playa
australiana - ¿estás sola en el departamento?
- Sí, como siempre, papá. Ya te
he dicho que no invito chicos al departamento, si es que eso es lo que
insinúas… al menos no todavía. – y se rio.
Le había prestado tanta atención
que no me había percatado de ese ruido, a pesar de que era lo suficientemente
fuerte como para sentirlo a través de Skype, la aplicación que Jose me estaba
enseñando a usar.
- Están arreglando el edificio, papá,
es eso – se acomodó en el sillón crema que estaba en la pequeña sala y continuó
– entonces yo no tenía ni idea de qué hacer en esa situación, papá. ¿Te
imaginas?
Un golpe fuerte se apoderó de la
conversación e hizo que mi hija saltara de su asiento y que yo botara el café
caliente que tenía al costado de la laptop.
- ¡¿Qué es eso, Josefina?! –
grité de pronto, exaltado. Ni siquiera reparé en lo del café.
- ¡No sé! ¡También me asustó! –
Miró a los costados y se puso de pie, con la laptop en sus manos.
- ¿A dónde vas? No vayas a ver
nada, Jose. Llama a la policía. – le dije, aún exaltado.
- Papá, algo se debe haber caído
en la cocina. Voy a recogerlo y regreso. ¿Sabías que Australia es uno de los países
con la tasa de crímenes más baja? – Negué con la cabeza – Bueno, así es.
Tranquilo, ya vengo.
Puso la laptop sobre la mesa y se
alejó. Desde ese ángulo solo veía la ventana y en ella el reflejo de la puerta
de la cocina. Pasó un minuto -que a mi cuenta parecía una hora- y Jose no
regresaba. Este era el tipo de cosas al que me arriesgaba al consentir que
viviera en otro país y, por milésima vez en los 60 días que ella llevaba fuera
de casa, me arrepentía de haberla dejado ir.
- ¡Josefina! ¿Estás bien? – grité
desde Lima, tratando de que la voz llegara fuerte y claro hasta la cocina.
- ¡Todo bien, papá! – Recibí de
respuesta y su voz llegó a calmarme el alma como el antídoto que alivia el más
profundo de los dolores – ¡Se cayeron un par de ollas! ¡Creo que eso fue el
ruido!
Esperé a que volviera pero no fue
así. Un silencio sepulcral inundó la habitación y lo único que podía escuchar
era mi respiración nerviosa. Pasó un minuto, pasaron dos, tres, y mi hija no
volvía.
- ¡JOSEFINA! – grité desesperado
cuando ya habían pasado diez minutos.
Agarré el teléfono y marqué a
duras penas el número de su celular. Empezó a timbrar. Contesta, Jose. Casilla
de voz. ¡Maldita sea! Y entonces algo que nunca podré olvidar porque
simplemente lo tengo grabado en la carne, sucedió. Escuché a mi hija gritar de
dolor, un grito que nunca antes la había escuchado pronunciar y que, a pesar de
encontrarme a miles de kilómetros de distancia, hizo que me doliera el alma.
Grité su nombre mil veces,
desesperado, y no recibí ninguna respuesta. Llamé a la policía de Lima y me
tomaron como un viejo loco. Que la conexión se pudo haber perdido, que seguro
Josefina estaba bien y miles de explicaciones que quise creer con todas mis
fuerzas pero que en el fondo sabía que no eran ciertas.
Esa fue la última vez que hablé
con mi hija.
No sé cómo completé el dinero
necesario pero dos días después estaba en Australia. No me importaba mi trabajo
ni mi casa, me importa encontrar a mi Jose. Fui a la policía y no entendía nada
de lo que me decían, mi inglés nunca fue muy bueno. Lograron conseguirme un
traductor y me confirmaron que mi hija estaba desaparecida. Nadie la había
visto desde aquella tarde en que había llegado a su departamento y horas más
tarde había hablado conmigo.
Todo parecía conducirme a un
callejón sin salida. No se encontró un cuerpo, no se encontró sangre, no se
encontró ninguna maldita prueba que me dijera quién se la llevó. La policía
quiso cerrar el caso argumentando que Josefina pudo haberse ido a algún lado
con un novio secreto pero la verdad era que no sabían dónde más buscar.
Tres meses después de aquella
videollamada por Skype que cambiaría mi vida, el caso se cerró.
No hay palabras para describir el
dolor que siento cuando pienso en mi hija. Me quedan unos cuantos dólares, probablemente
para pagar la comida y el alojamiento por una semana más. Luego tendré que
regresar a Lima y aún no sé nada de Josefina. Muchas veces me he levantado
decidido a encontrarla y he recorrido todas las calles posibles hasta que mis
dolores a los huesos se vuelven insoportables y tengo que descansar. ¿Dónde
estás, Josefina? ¿Qué te hicieron?
A veces, cuando duermo, escucho
su voz diciéndome que todo va a estar bien y me despierto con lágrimas en los
ojos, sintiéndome más solo que nunca, y por millonésima vez en los 150 días que
lleva fuera de casa, me arrepiento de haberla dejado ir.