viernes, octubre 24, 2014

Skype

- Sube un poco la pantalla, papá. Solo veo tu barbilla – me reclamó Josefina.

Era la segunda vez que nos comunicábamos por internet y yo recién estaba aprendiendo a manejar estas nuevas tecnologías. Ella, por el contrario, se desenvolvía como pez en el agua cuando de la red se trataba.

- Deja que me acomodo los lentes y la subo.

Mi hija se había mudado a otro país hacía dos meses. Australia. Lejísimos del Perú pero extremadamente bello, según me contaba mi Jose. La extrañaba, la extrañaba mucho. Es difícil para un padre cuando un hijo se va porque quieres que sean felices pero eso no te quita la sensación de que si no están contigo, no estarán bien. No sé hasta qué punto eso sea cierto o falso.

- Bueno, papá, para hoy ¿no? – elevó un poco la voz para sacarme de mis cavilaciones. Solté una carcajada ante su repentina molestia – y encima te ríes… - agregó.

- Perdón, hija. A ver si esta cosa funciona bien – tiré hacia arriba la pantalla de la laptop que ella me regaló antes de irse - ¿me ves?

- Sí, papi. Bueno, me estabas diciendo que tu jefe no quiso darte las dos semanas de vacaciones para que vinieras.

Y yo continué con la historia. Le conté que la visita que le haría este mes tendría que esperar un poco más. “Sí, yo también me muero por estar allá, mi vida”, le repetí varias veces. Pero no solo se debía al trabajo, el dinero tampoco me alcanzaba. A pesar de vivir solo ahora que Jose no estaba, se habían presentado gastos en la casa y algunos con mi salud que me habían obligado a posponer la visita a mi hija por algunos meses más.

- ¿Qué es ese ruido? – La interrumpí de pronto en medio de la anécdota sobre su primera vez en una playa australiana - ¿estás sola en el departamento?

- Sí, como siempre, papá. Ya te he dicho que no invito chicos al departamento, si es que eso es lo que insinúas… al menos no todavía. – y se rio.

Le había prestado tanta atención que no me había percatado de ese ruido, a pesar de que era lo suficientemente fuerte como para sentirlo a través de Skype, la aplicación que Jose me estaba enseñando a usar.

- Están arreglando el edificio, papá, es eso – se acomodó en el sillón crema que estaba en la pequeña sala y continuó – entonces yo no tenía ni idea de qué hacer en esa situación, papá. ¿Te imaginas?

Un golpe fuerte se apoderó de la conversación e hizo que mi hija saltara de su asiento y que yo botara el café caliente que tenía al costado de la laptop.

- ¡¿Qué es eso, Josefina?! – grité de pronto, exaltado. Ni siquiera reparé en lo del café.

- ¡No sé! ¡También me asustó! – Miró a los costados y se puso de pie, con la laptop en sus manos.

- ¿A dónde vas? No vayas a ver nada, Jose. Llama a la policía. – le dije, aún exaltado.

- Papá, algo se debe haber caído en la cocina. Voy a recogerlo y regreso. ¿Sabías que Australia es uno de los países con la tasa de crímenes más baja? – Negué con la cabeza – Bueno, así es. Tranquilo, ya vengo.

Puso la laptop sobre la mesa y se alejó. Desde ese ángulo solo veía la ventana y en ella el reflejo de la puerta de la cocina. Pasó un minuto -que a mi cuenta parecía una hora- y Jose no regresaba. Este era el tipo de cosas al que me arriesgaba al consentir que viviera en otro país y, por milésima vez en los 60 días que ella llevaba fuera de casa, me arrepentía de haberla dejado ir.

- ¡Josefina! ¿Estás bien? – grité desde Lima, tratando de que la voz llegara fuerte y claro hasta la cocina.

- ¡Todo bien, papá! – Recibí de respuesta y su voz llegó a calmarme el alma como el antídoto que alivia el más profundo de los dolores – ¡Se cayeron un par de ollas! ¡Creo que eso fue el ruido!

Esperé a que volviera pero no fue así. Un silencio sepulcral inundó la habitación y lo único que podía escuchar era mi respiración nerviosa. Pasó un minuto, pasaron dos, tres, y mi hija no volvía.

- ¡JOSEFINA! – grité desesperado cuando ya habían pasado diez minutos.

Agarré el teléfono y marqué a duras penas el número de su celular. Empezó a timbrar. Contesta, Jose. Casilla de voz. ¡Maldita sea! Y entonces algo que nunca podré olvidar porque simplemente lo tengo grabado en la carne, sucedió. Escuché a mi hija gritar de dolor, un grito que nunca antes la había escuchado pronunciar y que, a pesar de encontrarme a miles de kilómetros de distancia, hizo que me doliera el alma.

Grité su nombre mil veces, desesperado, y no recibí ninguna respuesta. Llamé a la policía de Lima y me tomaron como un viejo loco. Que la conexión se pudo haber perdido, que seguro Josefina estaba bien y miles de explicaciones que quise creer con todas mis fuerzas pero que en el fondo sabía que no eran ciertas.

Esa fue la última vez que hablé con mi hija.

No sé cómo completé el dinero necesario pero dos días después estaba en Australia. No me importaba mi trabajo ni mi casa, me importa encontrar a mi Jose. Fui a la policía y no entendía nada de lo que me decían, mi inglés nunca fue muy bueno. Lograron conseguirme un traductor y me confirmaron que mi hija estaba desaparecida. Nadie la había visto desde aquella tarde en que había llegado a su departamento y horas más tarde había hablado conmigo.

Todo parecía conducirme a un callejón sin salida. No se encontró un cuerpo, no se encontró sangre, no se encontró ninguna maldita prueba que me dijera quién se la llevó. La policía quiso cerrar el caso argumentando que Josefina pudo haberse ido a algún lado con un novio secreto pero la verdad era que no sabían dónde más buscar.

Tres meses después de aquella videollamada por Skype que cambiaría mi vida, el caso se cerró.

No hay palabras para describir el dolor que siento cuando pienso en mi hija. Me quedan unos cuantos dólares, probablemente para pagar la comida y el alojamiento por una semana más. Luego tendré que regresar a Lima y aún no sé nada de Josefina. Muchas veces me he levantado decidido a encontrarla y he recorrido todas las calles posibles hasta que mis dolores a los huesos se vuelven insoportables y tengo que descansar. ¿Dónde estás, Josefina? ¿Qué te hicieron?


A veces, cuando duermo, escucho su voz diciéndome que todo va a estar bien y me despierto con lágrimas en los ojos, sintiéndome más solo que nunca, y por millonésima vez en los 150 días que lleva fuera de casa, me arrepiento de haberla dejado ir.

miércoles, octubre 01, 2014

Antojos de embarazada

Patricia Siancas no se considera a sí misma una mujer rara. Siempre ha sido una fanática irremediable de los tallarines rojos, pero hubo una etapa de su vida en la que su plato favorito era simplemente la tierra de jardín. Rica y húmeda tierra de jardín.


Patty solía sentarse en el jardín de su casa en el distrito de Chorrillos, acomodarse de tal forma que no le molestara la panza y escarbar en la tierra hasta encontrar una parte libre de bichos y piedras. Metía el dedo índice en el hueco que había hecho y se llevaba a la boca un poco del suculento y natural manjar. Comía la toda la marga que su dedo le permitiera sacar, que no era mucha, pero lo hacía repetidas veces en el día. 
Esto no solo tenía lugar en su domicilio, el jardín de la casa de su madre también era profanado un par de veces al día cuando ella estaba ahí.

Siempre durante la mañana o en las primeras horas de la tarde, y ante la mirada atónita y protestas de Guadalupe, su madre, y de Manuel, su esposo, a quien todos llamaban Manolo. Ambos intentaban detenerla con argumentos y peticiones de todo tipo: Que cuidado con la bebé, que eso tiene microbios, que te puedes caer, ¡por el amor del Señor, deja de comer tierra! A lo que ella, firme en su decisión, solía responder: “Es como cuando te provoca un chocolate o una bebida, la quieres en el momento” y retomaba su extraña faena.

A Patty, las insaciables ganas de comer tierra le duraron solo un par de meses. Porciones más grandes de pollo, papayas y sandías enteras, y de vez en cuando un poco de carne cruda picada, fueron reemplazando el singular capricho y al final de los nueve meses había engordado 28 kilos. 
¿Habrá afectado en algo a su primogénita el extraño antojo? ¿Habrá heredado el deseo de comer un poquito de tierra de vez en cuando?

Veinte años más tarde puedo decir que no. Nací sin ninguna enfermedad y como cualquier otro ordinario bebé. Hasta el momento, nunca he tenido un acercamiento tan peculiar con la tierra como el que tuvo mi mamá cuando me llevaba en el vientre. Pero quizás esos repentinos antojos por la greda fueron lo que hicieron que yo saliera tan ecologista.

Johanna.